martes, 8 de noviembre de 2016

cronicas

CRONICAS

Entrar al colegio

A los seis años cambié el mundo de mi casa por el colegio. Se acabaron mis largas horas tirada en el suelo dibujando o leyendo; mis amores con el gato negro que había caído en la carbonera y que me seguía como si fuera un perrito. Los atardeceres acostada en la terraza de la casa viendo cómo las nubes cambiaban de forma y de color. Las incursiones proscritas al estudio de mi padre para sisar papeles de acuarela que me estaban vedados porque eran caros. Las salidas al callejón a jugar con los niños del barrio, cuando nos mudamos a la trece calle A, también se vieron afectadas, se fueron espaciando.

Sin darme cuenta, entrar al English American School era decirle adiós a una etapa deliciosa de mi vida. Solo años más tarde, leyendo las historias inglesas de los niños desamparados en los orfelinatos, comprendí la total dimensión de haber entrado al colegio, aunque fuera solo por ocho horas diarias con un respiro para ir a almorzar a casa. Lo que más echaba de menos en aquellos años eran los libros que se quedaban en la casa cuando, el bolsón echado a la espalda, me dirigía al colegio.

Para empezar, el patio de juegos estaba cubierto con unas losas de cemento gris --el gris más aburrido de la vida-- que además eran letales para las rodillas de las niñas que se caían sobre ellas. El cubo de la escaleras estaba forrado en madera teñida de café oscuro, un color que, en la imaginación de los dueños, era encubridor. Las telas más horrendas que he visto en muebles, vestidos, cortinas y demás, eran encubridoras. Lo que quiere decir que tenían apariencia de bosta de vaca.

No todo era malo en el colegio, había tantas cosas que aprender y algunas de las maestras eran gentiles, pero ese estar sujeta dentro de una clase durante dos horas antes de que la campana anunciara la pausa del recreo, me era difícil. Además, estaba acostumbrada al silencio, a la calma, y el bullicio me desconcertaba. Así que cuando sonaba la campana y se abría la esperanza del goce, la pobre bicha quedaba muerta allí mismo: mis compañeras corrían y gritaban como locas, yendo de un lado a otro del patio, subiendo y bajando escaleras, aullando como pieles rojas.

En realidad no tenía nada que compartir con las niñas del colegio. Mi vida interior era intensa y mis compañeros de juego del callejón, duros e implacables. Con ellos usaba todas las energías vitales que luego recuperaba leyendo o escuchando leer a mi madre, escrutando el cielo, oyendo a papá tocar el piano, sentándome a su lado mientras se dedicaba a preparar telas, a darle los toques finales a un cuadro o a modelar en arcilla.

Mis abuelos paternos eran gente sencilla que sentó sus reales en Chichicastenango, con una vida provinciana y muy próxima a la naturaleza. Mi abuela Julia lo manejaba y disponía todo en silencio. Mi abuelo Flavio, por el contrario, hablaba mucho de los temas de su profesión de antropólogo y arqueólogo. Mis abuelos maternos eran diferentes y aunque mi abuelo Aurelio era cosmopolita y habría podido entregarme un universo fascinante sobre sus experiencias de viaje, no se fijaba en mí. La luz de sus ojos era mi hermano mayor. Tengo poco qué decir de él, al menos hoy. Mi abuela materna era otra cosa: andaluza a morir, estar a su lado era vivir una fiesta constante.

Ninguno de ellos tenía fijación por colgarse de árboles genealógicos y todos podían ver la nobleza innata de cada persona. Lo mismo hablaban con el ser más insignificante que con los jerarcas o estudiosos. En general se ocupaban poco de las pomposas galas sociales, embebidos como estaban en sus profesiones, sus familias, sus lecturas, el cine, el teatro –-cuando lo había-- y las sobremesas del domingo, donde los temas eran infinitos y cada cual podía expresar su opinión aunque fuera la más estrafalaria del mundo.

Entrar al colegio fue darme cuenta de que vivíamos en un país de castas. La mayoría de mis compañeras eran de tez clara: todas éramos ladinas, y los indígenas, a sus ojos, eran unos seres terriblemente folklóricos, con vestimentas típicas. Sabían que existían porque muchos de los sirvientes en sus casas eran indígenas. Por otro lado no sabían dónde quedaba Sirio en el cielo, ni qué quería decir chuch cajau en quiché, ni cuál era la funciòn de esos chuch cajaus ni a dónde iban las aves migratorias que pasaban tan alto en el cielo. Pero sabían que tenían que peinarse y arreglarse durante horas para tener un buen aspecto. Para tener un novio –-a los seis años-- no bastaba con bañarse y llevar trenzas. Y en ese tiempo comenzaban a internalizar sistemáticamente los mandatos de un mundo machista donde las mujeres no pensaban, sino se lucían.

Las niñas del English American School, en aquel tiempo, pulían y afilaban las armas que unos doce años más tarde las conducirían a un ‘buen’ matrimonio. Yo soñaba con un barco llamado Mariana. No podíamos entendernos.

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